Vana gloria soez
Hay un clisé obvio y trillado,
pedante, soporífero y
carente de sentido, que establece
las pautas de conducta
de escritores, poetas y académicos,
que siempre deberán
escudarse bajo ornadas bibliotecas
en manidas fotos de prensa acostumbrada
a seguir el segmento, y entregarse
al aparente desorden de libros entre los malditos,
con suficiente gracejo, acomodados ante
los preciados tótems de la iglesia universal del alter ego.
Latosa marcha sobre los aceitados rieles
del oficio.
Armas vacías de municiones.
Vana gloria soez.
He leído, tal vez en entrevistas,
porque el autor que hablaba no es mi amigo,
que si algo funciona bien así, hay que dejarlo.
¿Para qué ir pretendiendo cambiar los paradigmas?
El editor pide comida, la obra no interesa.
El mentado escritor es novelista,
reniega de la patria del poema
porque como es archiconocido en el mundillo
del arte con que pagan bebidas y servicios,
la poesía no afloja y no se vende.
Entonces, a lo suyo lo llamaron.
Relucientes, pulidas, vemos tumbas
en el cementerio de ideas
en palabras.
Sin símbolo y sin significado,
delicadas letras en palabras
que solo tienen de palabras
que se llamen palabras en el diccionario de las acepciones.
Sordo estiércol enlatado en tapas esmeradas,
con páginas que huelen a shopping mall,
con buena propaganda y muchos ecos,
alucinógenos, narcóticos sedantes,
con ruidos que despejan sus dilemas,
los convierte en Palabra Autorizada
y al fin, los lanza al cielo de lectores amainados,
ovejas sin pancarta de futuro,
ávidos por seguir leyendo
que el asesino será el mayordomo,
el crimen está patas para arriba,
la viuda negra tiene nuevo amante francés,
el perro que movió la cola
hacía de campana y se llamaba
Ray Chandler o Black Mask
o simplemente,
que el único incuestionable sospechoso
fuera aquel ignoto estudiante
que supo ponerle el cascabel al gato.
EL ABANDONADO.
(Cuento)
Lo habían tirado a la basura
en un barrio de clase media
del cordón urbano de Buenos Aires.
Quedó cubierto por unos cartones.
El primer día
apenas advirtieron su desaparición.
Para el segundo, lo buscaban afanosamente.
Al anochecer siguiente, un gato gritó.
Un señor de unos sesenta años, soltero,
amante de la danza clásica y el güisqui irlandés,
escuchó el quejido lastimero del felino
y se acercó a curiosear al lugar.
El hombre apartó los cartones rotos, sucios
creyendo que debajo de aquel basural
estaría la cría del animal,
y encontró a un pálido bebé
que no lloraba.
A las pocas semanas ya lo había adoptado
una familia de sordomudos, que pronto
le enseñaría el lenguaje de las señas.
El gato que avisó se quedó a vivir con ellos.